SANTO DOMINGO DE GUZMÁN
Santo Domingo de Guzmán (1170-1221) fue un gran propagador del rezo múltiple avemariano en sus diversas formas. Nacido en 1170 en Caleruega (España), llegó a ser Canónigo de Osma. Al acompañar, junto con su Obispo, a una princesa castellana a Flandes para contraer matrimonio, pasó por la zona de Francia donde triunfaba en aquellos días la herejía albigense, y ya no retornó a Osma, sino que se quedó en esta tierra procurando vencer a esta herejía a través de una vida muy austera y de predicación itinerante. Fue un gran hombre de Iglesia en todos los sentidos y gracias a su personalidad rica y armoniosa, la Orden de Predicadores (los Dominicos) por él fundada se extendió rápidamente por toda Europa.
Aunque no se han conservado documentos que atestigüen directamente que él rezaba cadenas de avemarías, casi todos sus historiadores piensan que fue así, debido a la documentación indirecta. Se sabe que tuvo un amor profundísimo a la Virgen. Se sabe que los miembros de todas las fundaciones que él o sus primeros discípulos hicieron (novicios y novicias Dominicos, laicos de los Hermanos de la Penitencia o pertenecientes a las cofradías marianas) rezaban frecuentemente avemarías en sustitución de los Salmos del Oficio. Se sabe además que los primeros Dominicos (por ejemplo el Beato Jordán de Sajonia, su primer sucesor) tenían la costumbre de rezar avemarías mientras hacían genuflexiones. También lo hacían los amigos de la Orden Dominica, como el Rey San Luis de Francia, que recitaba cada día 50 avemarías con genuflexión.
Y se sabe, por último, que Santo Domingo pasaba noches en oración y con frecuencia durante esas vigilias hacía centenares de genuflexiones.
Todos estos datos indirectos hacen concluir que muchas de esas noches las genuflexiones irían acompañadas de avemarías. Para pensar lo contrario habría que explicar el motivo por el cual el único personaje del siglo XIII que no rezaba avemarías mientras hacía genuflexiones por centenas ante una imagen de la Virgen sea él mismo cuyos hijos y compañeros han difundido por toda Europa el rezo del ‘Avemaría’ repetida con genuflexión.
Estos datos de la historia se articulan perfectamente, además, con lo que nos ha contado la Tradición: que el Rosario arranca fundamentalmente de una aparición mariana a Santo Domingo. Esta tradición, como todas las cosas que se cuentan de boca en boca, ha formado una concepción gloriosa de lo ocurrido a base de magnificar un poco los datos históricos y ha contado versiones diferentes de los hechos (por ejemplo unos dicen que sucedió en Albi, otros que en Prouille, otros, los más, que en una cueva junto a Toulouse).
Pero es precisamente esta variedad de versiones en torno a un núcleo que, sin embargo, se inscribe perfectamente en el marco histórico conocido, lo que ofrece más visos de autenticidad.
Un antiguo autor resume así esta preciosa y multisecular tradición: “cuando Santo Domingo predicaba a los albigenses, al principio sólo obtuvo pobres resultados”.
Un antiguo autor resume así esta preciosa y multisecular tradición: “cuando Santo Domingo predicaba a los albigenses, al principio sólo obtuvo pobres resultados”.
La Doctrina Albigense enseña que hay dos dioses: uno del bien y otro del mal. El bueno creó todo lo espiritual y el malo, todo lo material. Como consecuencia, para los albigenses, todo lo material es malo. El cuerpo es material; por tanto, el cuerpo es malo. Jesús tuvo un cuerpo, por consiguiente, Jesús no es Dios. También negaban los sacramentos y la verdad que María es la Madre de Dios. Se rehusaban a reconocer al Papa y establecieron sus propias normas y creencias.
Durante años, los Papas enviaron sacerdotes celosos de la fe que trataron de convertirlos, pero sin mucho éxito. También había factores políticos envueltos. Domingo trabajó por años en medio de estos desventurados. Por medio de su predicación, sus oraciones y sacrificios, logró convertir a unos pocos. Pero, muy a menudo, por temor a ser ridiculizados y a pasar trabajos, los convertidos se daban por vencidos. Domingo dio inicio a una orden religiosa para las mujeres jóvenes convertidas. Su convento se encontraba en Prouille, junto a una capilla dedicada a la Santísima Virgen. Fue en esta capilla en donde Domingo le suplicó a Nuestra Señora que lo ayudara, pues sentía que no estaba logrando casi nada.
LA APARICIÓN
Es así que un día, al lamentarse Santo Domingo de Guzmán con la Santísima Virgen de la poca suerte obtenida en la conversión de los albigenses mientras rezaba devotamente; Ella se dignó responderle apareciéndose en la capilla. En su mano sostenía un Rosario y le enseñó a Domingo a recitarlo, a la vez que le dijo: “No te maravilles si hasta hoy has obtenido tan poco fruto de tus fatigas, ya que has sembrado en un terreno estéril, todavía no bañado por la lluvia de la Divina Gracia. Cuando Dios quiso renovar la faz de la tierra comenzó por enviar sobre ella el agua fecunda de la Salutación Angélica”.
LA ORDEN DOMINICA
Entonces comprendió Santo Domingo que esta lluvia era el rezo repetido del ‘Avemaría’, y que el mejor modo para vencer a la herejía albigense que negaba el valor de lo corporal y, por tanto, la Encarnación, era precisamente impulsar el movimiento de recitación avemariana que el mismo Obispo de París había recomendado pocos años antes, en 1198. Domingo salió de la capilla pleno de celo, con el Rosario en la mano. Efectivamente, lo predicó, y con gran éxito por que muchos albigenses volvieron a la Fe Católica. Lamentablemente la situación entre albigenses y cristianos estaba además vinculada con la política, lo cual hizo que la cosa llegase a la guerra. Simón de Montfort, el dirigente del ejército cristiano y a la vez amigo de Domingo, hizo que éste enseñara a las tropas a rezar el Rosario. Lo rezaron con gran devoción antes de su batalla más importante en Muret. De Montfort consideró que su victoria había sido un verdadero milagro y el resultado del Rosario. Como signo de gratitud, De Montfort construyó la primera capilla a Nuestra Señora del Rosario.
Un creciente número de hombres se unió a la obra apostólica de Domingo y, con la aprobación del Santo Padre, Domingo formó la Orden de Predicadores (mas conocidos como Dominicos). Con gran celo predicaban, enseñaban y los frutos de conversión crecían. A medida que la orden crecía, se extendieron a diferentes países como misioneros para la Gloria de Dios y de la Virgen.
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